viernes, 25 de marzo de 2011

Las vi llegar, intempestivas, como una tormenta de verano.

En mitad de mi paseo hacia ninguna parte.

En aquel banco con el cual solíamos cruzarnos mientras corríamos cualquier mañana de domingo al despertar y sobre el que ahora estaba sentada, mirando al infinito mar que se abría ante mis ojos.

Sentía frío. Hacía frío.
No sólo por el viento que se ocupaba con esmero en colarse entre mi boca y mi pelo.
Lo sentía dentro.
Muy adentro.

Anduve largo rato sentada, inerte en aquel trozo de madera. Mirando al infinito con los ojos cerrados. Como si de tanto mirarlo fuera capaz de responderme.

Y, entonces, llegaron, primero una, algo tímida; y luego un torrente incansable de ellas; una tras otra se iba agolpando en el borde de mis ojos, deseosas del abismo, saltando en trampolín hacia mis mejillas; las más atrevidas incluso soñaban con desaparecer en mis labios. Descaradas.

Y así fueron sucediéndose durante largo rato, como el agua que fluje por los cauces desecados de un río y atenta con desbordarlo.

Pero, aún más importante, consigue limpiarlo a su paso; y tras las primeras corrientes turbias y violentas, llega la calma y cristalina agua.

Y así fue.

Y, me levanté, recompuesta, y recorrí el camino de vuelta a casa.